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Estamos ante una película-hito; primero, es el pistoletazo inaugural del género en España, por consenso absoluto de todos los estudios publicados, por tanto, apuntemos su seminalidad, unos años antes, incluso, que la igualmente significativa a efectos compilativos La marca del hombre lobo (1968), y, segundo, no es un título disperso sino que es el primer ejercicio de género (unos 60, arriba o abajo, dentro de su filmografía) del director más prolífico de la historia del cine español (con un centenar y medio largo de títulos).

Ante estas (atractivas) expectativas, quien buceé por primera vez en las aguas de esta película va a encontrar y degustar un título que bien puede colocarse por méritos propios en esa estantería de clásicos junto a otros de las filmografías americana (Universal), inglesa (Hammer), italiana (Bava), amén del expresionismo mudo alemán (Wiene, Murnau, Lang). Además, va a encontrar, también, otros detalles que no le abandonarán si, no saciado de este envite, continuara navegando por las procelosas corrientes franquianas.

El filme se abre con una secuencia nocturna donde la cámara espía las ebrias maniobras de una anónima mujer que, emperifollada, llega a su domicilio; apostada al otro lado de la calle, observa como abre dificultosamente su portal y, tras unos instantes, se ilumina el dormitorio del piso superior. Las connotaciones voyeurísticas que la idiosincrasia del medio presuponen, son notas de identidad que apuntaremos. Vamos a asistir a asesinatos de mujeres a gogó, crímenes perpetrados para cumplir las obsesiones de un sádico doctor, Orloff, un símbolo, un capítulo propio en la obra del director madrileño, a quien da vida Howard Vernon, que devendrá actor fetiche en su posterior carrera; truculento mad doctor que, mediante trasplantes de las finadas, pretende recuperar la belleza perdida de su hija. Aquí las referencias cinéfilas apuntan claramente al muy próximo filme francés Los ojos sin rostro dirigido por Georges Franju en 1960. Ayudado por un siniestro ayudante secuaz, Morpho (Ricardo Valle), privado del libre albedrío, un zombi a las órdenes del amo doctor, busca a sus víctimas entre las actrices de cabarets nocturnos, con las (acostumbradas) paradas en los números festivo-musicales que interpretan. Y, claro, el reguero de desapariciones no tarda en llamar la atención de la policía, desarrollándose las oportunas pesquisas, aquí a cargo del inspector Tanner (Conrado San Martín), a punto de casarse con su prometida Wanda Bronsky/Melissa (otro nombre profusamente utilizado en la obra del director de Las vampiras) -la bella Diana Lorys, nombre artístico de la actriz madrileña Ana María Cazorla Vega, que mutan, como muchos colegas italo-hispanos, a denominaciones anglosajonas, en aras de una mejor venta a otros mercados-. Los inspectores en las películas de Jesús Franco, además de puntillosos servidores de la Ley, no dejan de tener sus obligaciones personales respectivas, como en este caso, el apuntado y previsto acontecimiento marital; gustan, también, de tener tiernos gatitos pululando por su escritorio de trabajo (¡¿?!. En este caso, la prometida, lejos de desempeñar un mero papel consorte, alimentado por los comentarios out of office de su futuro, asume un decisivo papel empoderador, ayudando a su novio a desentrañar la trama y desempeñando un papel eminentemente activo que precipitará el desenlace del filme. Para no olvidar tampoco la decisiva intervención de un mendigo borracho (a quien da vida el impar Cassen que nos regalaba otra magnífica interpretación en la coetánea Plácido de Berlanga) que pone al inspector en el camino del Castillo de Artof, otro lugar común revisitado en próximas aventuras del director, escenarios norteuropeos a los que desviar estas desasosegantes tramas que la “quisquillosa” censura patria se avendría a consentir. No en vano, esta es la primera coproducción de la filmografía franquiana, lo que se convertirá en otra seña de identidad de su ingente carrera en pos de lograr la libertad creativa, y por ende presupuestaria, que la pacata y ultraconservadora censura española “cortaría” de raíz, lo cual constituye otro de los hitos que señalábamos al comienzo de esta reseña. Todo ello aderezado con banda sonora poco convencional que alterna evoluciones jazzísticas con líneas instrumentales aparentemente inconexas, que agudizan la tensión que imprime la trama, aunque en esta película, como excepción que confirma la regla, los números musicales de presentación de las candidatas a sufrir el hostigamiento del cruel doctor asesino, son más tradicionales, como la primera actuación, la protagonizada por la actriz María Silva, un french can can en toda regla.

La puesta en escena es aún clásica, más bien aséptica; los planos en contrapicado quedan aplazados a próximos títulos, y desapercibido el uso reiterativo del zoom. Las localizaciones son correctas y las secuencias nocturnas y tormentosas están bien ambientadas, sin ortopédicas noches americanas dignas de mención.

En la retina queda un filme seminal, atractivo y divertido, trufado de buenos momentos de horror, aderezado con la morbosidad y la sensualidad, tan caras de la filmografía de Jesús Franco, que van punteando una trama que transcurre de forma ágil hasta el desenlace final.

 

Fox Rodríguez, 18 de agosto de 2022.

 

 
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