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Enano

El cineasta Pablo Berger (Bilbao, 1963) nos ha regalado, en este segundo largo de su todavía corta carrera, una pequeña obra maestra. Porque lo tiene todo, unas interpretaciones muy notables, una puesta en escena brillante, la esmerada fotografía en blanco y negro de Kiko de la Rica, una intensa partitura, emoción, tensión, cinefilia a raudales y un largo etcétera, que trataremos de no obviar en esta humilde reseña.

Blancanieves es un melodrama con toques fantásticos (y de bizarría freak), que apela continuamente a nuestros más bajos instintos cinéfilos, que atesoramos en lo profundo de nuestra cabeza (y el corazón) y que muy pocas veces, y esta, afortunadamente, es una de ellas, encuentra imágenes que los percutan y hagan salir disparados. El guión, urdido por el propio Berger, sirve el drama desde las primeras secuencias. La primera parte de película, que se corresponde aproximadamente con su primer tercio, es un melo ‘de raíz’, que se ve como una magnífica sinfonía tras unas primeras secuencias introductorias que parecen y son un documental de época sobre la fiesta de los toros, con la gente aproximándose a la plaza y el ritual del vestuario del torero, los rezos en capilla para asegurar la suerte en la faena, el brindis al público y la exaltación del mismo, que nos traslada a una película de época de los años 20 o 30.

Cuando el torero Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho) se enfrenta al lance de la espada, el documento da paso a la tragedia que se cierra con la llegada de la huérfana Carmencita, futura Blancanieves, hija del popular torero y la famosa tonadillera Carmen de Triana, al cortijo del primero para someterse al yugo de la malvada madrasta Encarna (Maribel Verdú). Hemos asistido a un notable ejercicio de lenguaje dramático que Berger ha resuelto a trepidante pero sólido ritmo clipero, especialidad que no le es ajena dada su experiencia en el negocio publicitario; se ha ventilado de un plumazo a unos cuantos personajes, a la mentada tonadillera y ‘mater fatale’, a la abuela Concha (Ángela Molina) al cuidado de la niña y ha dejado para el arrastre al popular matador. Pero entre desventuras nos ha deslizado detalles sobresalientes de puesta en escena como es el montaje paralelo entre los avatares médicos que sufren los dos personajes paternos, o apuntes que alumbran el despertar agridulce a la vida de la protagonista, como esa luna llena que cierra la noche oscura anterior a la comunión de la niña que se convierte en la Ostia del día siguiente, como esa aguja que concluye el disco que había iluminado la fiesta de comunión de Carmencita al tiempo que lo hace el último baile de la vida de la abuela, o esa colada que hunde el vestido blanco de la protagonista para verlo extraído tintado en negro tras el óbito de la abuela, sombrío augurio del destino que espera a la niña. Detalles expresionistas que puntean y dan carácter cinematográfico a un lúcido relato melodramático con tintes costumbristas.

Sola ante el peligro, Carmencita acude a la siguiente parada que le ha deparado su incierto e infeliz destino en una berlina negra, que ya habíamos visto como presencia amenazadora en otros pasajes de la película, oscuro presagio que se desliza, en contraste, por un paisaje estepario brillantemente iluminado, para llegar a un gran cortijo que hace de parodia cañí de la ‘mansión Disney’, secuencia que abre la parte central del metraje, la que transcurre bajo el poder de la malvada madrastra Verdú. Gran parte esta que contiene, paradójicamente, las secuencias más felices para la niña, pues recupera a su defenestrado progenitor, pasajes que incluyen algunas escenas de profunda carga lírica, como ese gramófono rescatado que recupera la memoria de la madre, aun en el aparente y poco edificante marco, punteado con toques fantásticos, incluso hitchockianos, que transcurren en la casona, si bien los más celebrados son esos detalles bizarros pseudo-cómicos que delatan el corrupto comportamiento de la madrastra y su oscuro corazón.

La escapada del yugo madrastro de una ya adolescente aunque desmemoriada Carmencita Blancanieves, en una secuencia boscosa con toques fantásticos que parece extraída de ‘El cebo’ (Ladislao Vajda, 1958), da paso al tercer bloque del filme, que, ahondando en el manido recurso de la referencia cinéfila, es una suerte de ‘Parada de los monstruos’ –Freaks (Tod Browning, 1932)– con toque ibérico. Es una parte feliz de despertar adolescente donde la desnortada Blancanieves encuentra el cobijo y soporte (incluso el apunte amoroso) de los seis trashumantes enanitos toreros. En su compañía encontrará una frágil estabilidad, hasta hora negada, que le permitirá recuperar sus raíces y la memoria para culminar, en la recta final del filme, la estructura circular del mismo, con otra corrida en el mismo escenario que la que abría el filme, donde la joven se reivindica como la digna sucesora de su padre y la película alcanza las cotas de lirismo y dramatismo a las que nos ha acostumbrado para llevarnos al borde de la tensión fílmica sin la necesidad de potentes efectos especiales sino simplemente con la eficacia de unas imágenes y una hondura de sentimientos fielmente reflejados en la pantalla.

Como colofón de tan celebrado éxtasis fílmico (y torero), la peli se cierra con una secuencia de feria, anticlimática, veladamente trágica y esperpéntico epílogo, en el que cabe vislumbrar influencias buñuelianas, que apuntalan el carácter de cuento fantástico (y grotesco) de lo que hemos contemplado.

Un prodigio narrativo, plagado de contrastes, que nos ha hecho padecer toda clase de emociones en nuestra butaca, que es todo lo que se pide de una buena película.

Y al final de la misma, me siento enanito al haber tenido el placer de disfrutar tamaña delicia.

 

Calificación: 8,5 (de 10).

David Linck, octubre de 2012.

 

 
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